Flores de Cerezo

Cuatro minutos. Qué se puede decir en cuatro minutos. Casi nada. Poquísimo. Con todas las cosas que te gustaría escribir. Pero eso te contestó Paulina la de la revista diciendo el tiempo promedio de lectura. Cuatro minutos tienes buscando el control del portón y no lo encuentras. Tenías pendiente ponerlo a mano en el bolsillo de tu cartera, pero lo olvidaste y ahora estás frente a la entrada y el portero salió a su hora de almuerzo. Detrás de ti se aproxima un vehículo y empiezas a desesperarte. La puerta se abre. Haces un cambio de luces para agradecer pero ya estás pensando cómo evitarlos. La puerta pesa toneladas, tantas como el desprecio que sientes por los Rinaldi detrás de ti, la familia de comerciantes del piso nueve que saben de quién eres hija y cuándo regresaste a la casa de tus padres. 

Avanzas tu carro sobre la pendiente de adoquines y te estacionas con gran agilidad, tanta que te sorprendes de ti misma y piensas que hoy andas de suerte. Llegas primero al recibidor. El conserje está al teléfono detrás de paquetes sin recoger. Le haces un saludo con la mano y él te responde con la palma abierta sosteniendo un Bic entre los dedos. La mesa circular colocada al centro del vestíbulo te fuerza a hacer una coreografía innecesaria. Tiene encima un jarrón de porcelana con ramas de un cherry blossom de plástico. Vas con prisa pero aún tienes tiempo para las metáforas. 

Quieres subirte al ascensor cuanto antes, pero el destino te hace una mala jugada. Alguien lo detiene en el quince y no lo suelta. Vuelves a presionar el botón como si tu insistencia lo hará descender en el tiempo que requieres, en los segundos que te quedan antes de que Rinaldi llegue a la puerta. No quieres verte con él, no otra vez, no en menos de una semana, tener que saludarlo, aguantar su perfume de madera vieja que lo impregna todo y te da dolor de cabeza. Responder a las cortesías que le salen de debajo del bigote temiendo que tu cara delate lo poco que te importa. Trece. Doce. No es que seas antipática, simplemente no pasas esa verborrea de catálogo que busca conversación para usarte como puente. Intenta venderle a tu familia un óleo expresionista, embarres que encarga para blanquear sus finanzas. Ahora se detuvo en el piso siete y abandonas la espera. Cruzas la puerta que separa el lobby de la zona de empleados como quien cruza las cortinas de un teatro, el frente blanco colonial y deslucida en su reverso, muestra las dos caras del gran Santo Domingo. Entiendes perfectamente la violencia que hay detrás de esas decisiones estéticas al interior de la Palco Miranda.

Usar el ascensor de empleados no te molesta. Su aliento es de cansancio acumulado, una mezcla de cartón mojado y fundas del super que te libra de protocolos llenos de fingimientos. Y como vas con calma y con minutos a tu favor, y porque vives movida por la curiosidad, presionas al nueve, el piso de los Rinaldi. Quieres darte el gusto de ver cómo viven el viejo y la Mari Pili. Te impresionas de tu repentina alevosía. No puedes verte en las paredes de este ascensor, pero si pudieras Dominic, notarías el brillo en tus ojos anticipando el placer del experimento. El ascensor es grande y lento. Ves las luces y el avance de los entrepisos por la ranura entre las dos puertas.

Este es el momento en que un sujeto desconocido arroja ácido del diablo sobre Yokaira, aquí otra vez en cámara lenta. El sospechoso aún sigue sin ser identificado tras emprender la huida. La Policía Nacional rastrea las pistas de varias cámaras de seguridad. Ése segurito que tenía un demonio adentro, escuchas decir compitiendo con el volumen del televisor en la repisa. La primera en descubrirte es la histeria de la chihuahua que salió a tu encuentro y te ve con sus ojos amezanantes, gruñendo y mostrándote los colmillos. Ladra sin atreverse a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Las mujeres vinieron a detenerla y las escuchas, venga Susie, venga para acá tanto que jode niña. ¡Susie! ¡Susie! Tú tratas de hacer un registro mental de todo lo que ves, todo lo que escuchas, de las dos empleadas de la Mari Pili que comían frente al televisor, sentadas en sillas de plástico y con los platos hondos puestos sobre una arquitectura improvisada de taburetes. La habitación es un desorden, un cuadro deprimente en contraste con los ambientes de lujo del resto del apartamento que publicaron en revistas. Mari Pili, la misma que no escatimó recursos en la decoración de sus salas, tenía así a sus mujeres, las dos que por un sueldo ridículo eran su propiedad, conviviendo hacinadas una encima de la otra entre los papeles orinados de la Susie y todo lo ordinario que un gusto ecléctico no admite exhibir. Se asustan cuando te descubren. Más bien se avergüenzan de haber sido vistas sin su consentimiento y hallarte de pie dentro del ascensor que ellas usan las tomó por sorpresa. Son fracciones de segundos pero detienes las puertas con tus manos. 

–Odalí, ¿tú pedite el a’censor? –, grita una. 

–Odalí, el a’censor ‘ta qui –, repite la segunda con menos fuerzas. –No se preocupe amor, él que lo pida de nuevo cuando venga bajando –, y te mira a la cara inspeccionándote, tanto como tú a ella y la dejas creer que se trató de un encuentro fortuito. La voz de la reportera y los ladridos de Susie se pierden detrás de las puertas y estás pensativa intentando colocar esas imágenes en algún lugar resguardado de tu memoria, la habitación dentro de ti misma que solo tú conoces y a la que nadie más das acceso.

Mi niña Dominic, qué hace en el ascensor del servicio. Aurelina, la señora limpísima abandona la bandeja sobre la meseta para recibirte y con los pies mueve los utensilios de limpieza. Te ayuda con las bolsas que traes en la mano. 

–No pasa nada Aurelina, quería llegar rápido. Cuéntame, qué es lo que huele tan rico. 

–Ya verás todas las cosas que te preparé mi niña –y te sonríe. Ella es como tu segunda mamá. No te atreves a decirlo abiertamente pero cuando viviste fuera la extrañaste más que a los de tu propia casa. 

–Uy yu yuii, aquí huele a pastelón de plátanos maduros. 

–Sí, con el queso del que te gusta –Y te vuelve a sonreír. De repente su cara te recuerda a una Susan Boyle negra, y tú le devuelves el afecto con abrazo. 

–Tengo mucha hambre Aurelina, y en el camino sólo tenía galletas. 

–Y qué hacía comiendo galletas antes de la comida Dominic. 

–Me moría de hambre. 

Destapas la cacerola caliente y el vapor del caldo nubla tus lentes y la mitad de Aurelina se cubre de neblina. Y así, sin verla le preguntas: ¿Llegaron papi y mami? Y te arrepientes, primero porque viste sus carros en el estacionamiento y porque decir papi y mami te coloca en la posición incómoda de muchacha con privilegios que te llenan de culpa. Pero ella no piensa esas cosas y te responde que sí, que están en la habitación y que llegaron hace poco. Y que están tu hermano y su novia, y que sólo faltan tu tío Arturo y su esposa. Una comitiva como cada martes, que es el día que religiosamente tu mamá convoca a toda la familia para almorzar juntos. Quien no está es Patricia. Tu hermana viajó el jueves a Florida diciéndole a todos que pasará unos días con la hija de los Echavarría. Los vínculos de sangre son un gran misterio y uno más grande es tu hermana de quien nunca sabrás si las vacaciones repentinas fueron motivadas por un aborto o el capricho de compras en Coral Gables.  

Algunos martes son más pesados que otros. Cumplir con esa tradición impuesta, que es sólo costumbre en tu familia y que no extrañabas en lo absoluto, pero ahora que volviste y que ya no estás en Barcelona empiezas a ver con otros ojos. Es verdad, lo que más echas de menos es poder ser una mujer invisible en los momentos que quieres ser invisible, no tener que cumplir con las imposiciones del colectivo, poder sentarte sola en cualquier café a tomar un capuccino sin dar excusas ni explicaciones, sin rendir tantas cuentas innecesarias; usar faldas sin temor a ser violada, no tener que ir al salón los sábados en la mañana, ni recibir invitaciones a cumpleaños o baby showers a los que no quieres ir porque prefieres quedarte en la casa leyendo El País o simplemente no hacer nada, nada que no quieras. Hoy no querías tener en tu agenda Regalo Claudia – Envoltura Dumé, y tener que hacer eso en el camino. Lo piensas mientras vas caminando a tu habitación y compruebas que estás otra vez en el espacio de tus padres luego de tres años fuera del país y aún te sientes extraña, tratando de readaptarte al ritmo particular de esa casa que también es tuya, pero en la que sientes que ya no encajas aunque puedas andarla a tientas. Ya no sientes una conexión pura, descontaminada, porque hay días, mañanas para ser precisos, en las que querrías despertar en tu pequeño estudio de L’Esquerra de l’Eixample y sentarte frente a la ventana a desayunar una naranja fresca, dos rebanadas de pan, mantequilla, mermelada de higos y café con leche servido en un vaso de vidrio mientras te inventas historias sobre la vida de los desconocidos que viven al otro lado de la cuadra, la pareja de homosexuales sentados en el comedor o el niño de la musulmana que arroja sus juguetes por las barandas del balcón. Lo viste aprender a caminar y despertó en ti instintos maternales que desconocías. Algunas mañanas te fumabas un cigarrillo solo porque sí. Pero ahora no es igual, regresaste a esta ciudad pequeña pero neurótica, un lugar que intenta fingir su aburrimiento viviendo a toda prisa la vida propia y la ajena entre el mar y las montañas que lo encierran. 

Terrible terrible comadre, esa mujer es soberbia, y toda la familia. Por Whatsapp, un audio por Whatsapp. Anoche coincidimos en un evento, pero con qué moral hablan de valores de la familia. Ve tu reflejo avanzar en el espejo de la cómoda y movida por un instinto vestigial, tapa el smartphone con la mano. Un momento comadre que aquí llegó Dominic. Tú le haces señas de que la encontraste chismeando y ella lo niega moviendo la cabeza y se recoge la pollina con las uñas esmaltadas y anillos que algún día querrás heredar. Hola amor, te dice. Es tu mamá sentada en el sofá con blusa de lunares, entre repisas y adornos. Sí, estoy feliz de que esté aquí con nosotros. Sí, yo la veo medio flaquita comadre pero linda como siempre, no sé cómo todavía no tiene novio, y tú frunces el ceño. Ay sí, tiene que verla, quizás este fin de semana, sí. Todo eso le dice a Mayra de Alonso, o a la tía Yudelka, pero ya te da lo mismo, que salga con estas cosas o que haga planes sin consultarte. En verdad ya no te molestan tanto sus comentarios, ni sus imprudencias hasta el punto que sospechas si no los hace. 

–Es tu tía Larissa –, te dice. 

Tu madre, una mujer de finales de los años cincuenta, educada en un colegio de monjas y criada por otras mujeres que le inculcaron los modales de señoritas como el chismear con moderación. Tu madre, que sabe decirte de memoria las capitales de todos los países del mundo, y los nombres de sus ríos pero es incapaz de formarse un criterio sin la aprobación de tu padre o de sus amigas cercanas, mujeres de sociedad igual que ella, ocupadas entre las compras innecesarias para la casa o la remodelación del baño de las visitas para las fiestas ¿Cómo te fue hoy? te pregunta sin soltar el teléfono. Todo bien ma, un día normal y le haces señas con las manos de que no se preocupe, que siga con la llamada y que hablan después y te tumbas observándola regresar a la conversación. Comadre, quién diablos lee esa revista, nadie, eso le dije a Yudelka, que no son formas de tratar a una empleada. Y tú miras el techo de estuco, las cornisas, los patrones geométricos del entelado, las borlas de los cojines, el estarcido de la mesa, las lágrimas del chandelier y te preguntas de dónde vienen todos esos refinamientos y recuerdas a tus abuelos. Mil novecientos cuarenta y siete, la foto blanco y negro en un salón del Club Antillas que está sobre la mesita debajo del Clara Ledesma. Mil novecientos cincuenta y ocho en la terraza del Hotel Jaragua vestidos de una nostalgia en la que no consientes. El país llevándoselo el diablo en mil novecientos sesenta y seis y ellos fundando su empresa y ese pensamiento te pone de pie y olvidas la cartera sobre el sofá, aunque sabes que a ella le molesta que dejes tus cosas encima de la tela blanca. Tu papá está en su habitación. No quieres ver a nadie. Lo que quieres ahora es cambiarte el tampón, orinar tranquila, sacarte las alpargatas de plataforma, refrescarte la cara con agua fría y ponerte cómoda. Te quitas el brassier y te agarras los senos con las manos para comprobar por ti misma si es verdad que estás muy flaca. Te ves de frente y por la espalda. Pero estás bien, te ves bien, estás sola porque eres inteligente y a los hombres de tu edad eso los asusta.

Dominic, Abel, vengan a comer, gritan desde el pasillo y entre los damascos de las paredes, la parson de raffia y la fuente con popurrí, ves primero a Zara, la novia de tu hermano que avanza moviendo los brazos sonando las pulseras. Hola Dominic, y le respondes su saludo de voz ronca y melosa con poca efusividad, pero suficiente para demostrar afecto a la que pronto será esposa de tu hermano. Sus zapatillas con tacones chirrían contra el mármol y la blusa de lino tiene arandelas sobre los hombros como visten las mujeres poderosas. Ser una influencer es el oficio de Zara y por lo tanto su talento es poseer cosas. Toda su vida publicable basada en intercambios con los que logra sus bienes, tantas como para creer que también es la dueña de tu hermano, el pequeño de la casa, el consentido de tus padres que estudió administración de empresas en Unibe y que tiene lo que nunca tendrás como historiadora de arte: seguridad económica y temas para hablar con los demás como él, las cosas que compra y las rutinas del gimnasio. Qué hay Mimi, te dice cerrando la puerta sin apagar las luces y ese cariño te desarma y solo atinas a picarle un ojo y decirle que traes hambre y que estás lista para sentarte a comer. Por encima de todo ese fortachón es tu hermano y ahora que Patricia no está le dedicas todo tu cariño.

–Mi princesa –el tío Arturo te recibe con un beso y después tía Gisela. Tu papá llega al comedor y te pone la mano sobre el hombro. Aún no volteas a verlo pero reconoces el perfume inconfundible de esa mano pesada y tibia. Eau Impériale Guerlain, sobria, sencilla, discreta como él, persona para nada estridente, pero ahora que sabes que el Eau Impériale Guerlain era la colonia favorita de Trujillo no logras conciliar las imágenes de ambos en tu mente ni comprender cómo a una fiera inmunda le podían gustar los acentos dulces de limón. Y lo abrazas y le pasas la mano por la cabeza para acomodar su cabellera gris que dice del tiempo que lleva vivo y del sillón reclinable en su habitación. 

–Bueno, bueno, a comer que hay hambre. –En la mesa ya está todo listo y aún Aurelina viene trayendo más y la ayudan a hacer espacio. Pastelón de plátanos maduros, un Pirex de arroz blanco y otro de coliflor, una cacerola con guiso de habichuelas con mucha crema, fricasé de pollo con perejil fresco, soufflé de berenjenas receta de abuela Mimina. Ensalada capresa y ensalada griega, queso feta, miel y salsa Tzatziki. Rebanadas de pan francés con aceite de ajonjolí. Tu mamá siempre sirve primero el plato de tu padre y por eso mira de reojo a Zara, que no da el mismo trato a tu hermano. Sabes que a tu mamá no le gusta Zara, pero esa distracción no frena tu apetito. 

–Y qué tal estuvo la actividad anoche –, dice tu papá para romper el silencio.

–Nada del otro mundo, en realidad fue algo desconcertante. –Abel te mira con picardía porque te conoce.

–Qué actividad –, pregunta tu tía que hasta el momento solo se sirve ensalada.

–Un performance de arte –, dices la segunda palabra haciendo señas con los dedos encerrando entre comillas ese arte que desapruebas.

–Qué tremenda eres Dominic. –A tu mamá la tienes acostumbrada a llevar la contraria y defender tus opiniones. 

–Estoy intrigada –, dice Gisela –Cuéntanos más. 

–Abel no me dejará mentir.

–Bueno, pero si a mi me gustó, el cabernet del brindis estaba bueno –Y provoca la risa de tu padre y la mirada atenta de Zara, que ahora influye en sus gustos más de lo piensas.

–El lugar estaba repleto. Ya saben, la crema y la nata del país –, dices para distanciarte de ese reducido grupo de familias dominicanas que pueden vivir en la seguridad de una torre, conducir vehículos del año y sentarse a una mesa abundante. –Cuando llegamos no había empezado, de hecho empezó muy tarde… un lunes, a quién se le ocurre.

–A mi me parece bien porque ahora todo lo quieren hacer los jueves. 

–Pues ahí te doy la razón Abel. Pero ¿y quiénes estaban?

–Los Larrea, los Domit, los dueños de la Marina.

–Los Vásquez Ruiz, dice Abel. Y los Mendoza y los Roque Aralda.

–Y Nubia la periodista. –Es lo único que dice Zara, que está atenta a esas cosas.

–Por qué será que invitan a Nubia, ¿para imprimir veracidad a una actividad poco relevante?.–lo dices repitiendo el gesto de las comillas en veracidad y te das cuenta que ya es la segunda vez.

–A mi la impresión que me da es que ella se entretiene con esos aspavientos.

Le pones pimienta a un trocito de tomate que habías reservado sobre el plato. 

–Lo digo porque no hay forma de justificar tantas mentiras en las notas de prensa.

–¿Mentiras? ¿Cuáles?

–Decir que el tal Domingo Zapata es considerado el nuevo Andy Warhol.  A quién le importa ser el nuevo Andy Warhol en 2021, eso es simplemente un lugar común, un cliché, algo que los periodistas dirían de cualquier otro artista con tal de publicar algo catchy. –Usas un anglicismo porque en el calor de tu argumento no encuentras un equivalente en tu idioma. –La reseña no fue realmente en el The New York Times sino en el New York Post, y eso no es lo mismo. Uno es un periódico respetable y el otro uno en el que cualquiera que paga publica lo que se le antoje.

–Como casi todos los periódicos –, señala Arturo –, aún The New York Times… pero te entiendo.

Y le devuelves el gesto de apoyo alzando el tenedor. 

–Además, leí todos los artículos sobre el personaje, especialmente el de Steven Kurutz, porque quería informarme, estar prevenida.

–Cuando puedas me lo pasas que yo quiero echarle un vistazo.

–Pero Dominic, menciona el nombre de un artista al que no le gusta el aplauso.

–En eso se parecen a los empresarios –, dice tu padre –. La elegancia está en saber disimularlo. 

–¿Y entonces en España tampoco lo conocen?

–Yo jamás había escuchado de él. –Haces una pausa. –Qué tiene de arte esa violencia flamenca que arroja una copa de vino sobre la pintura fresca en un país como el nuestro donde las noticias reportan hombres malditos arrojando ácido del diablo para desfigurar los rostros de las mujeres. –La asociación te ha salido de repente, y viene atada a imágenes desagradables, dolorosas, violencias de la carne descompuesta que nadie querría haber visto. 

Callas porque sabes que no hay nada más que agregar y porque estás convencida de que esas cosas también hay que hablarlas aunque resulten incómodas. Y quizás hoy lo dijiste porque inconscientemente te quedaste con las palabras de la reportera y en tu memoria siguen los rostros jóvenes y cansados de las empleadas de Mari Pili o porque sinceramente te aterra la idea de que un hombre te agreda a ti o a una de tus amigas, aunque sepas que estás lejos de esos incidentes así como estás lejos de los peligros de la calle, pero por cuánto tiempo más Dominic.

Tu mamá propuso cambiar de tema por otras cosas apropiadas para la sobremesa. Y la conversación pasa a los papeles de Pandora y el proceso de destitución de Piñera en Chile. Muy pronto, demasiado pronto, a los negocios de la familia y la compra del nuevo equipo para la fábrica. Abel y Zara abandonan la mesa. La tía Gisela está en el estudio con tu mamá y tu padre sigue en la cabecera conversando de negocios. Te rendiste o no quisiste desgastarte. Miras el mar Caribe recortando a la mitad las ventanas panorámicas y tu reflejo se superpone al vacío del horizonte. Eres una mujer dividida. Temes, Dominic, que detrás de tanta calma un día se despierte en ti una fuerza destructora, un tsunami con la misma potencia que los argumentos que invocas. Tantos temas que te inquietan últimamente. La baja capacidad lectora de las élites, o el coleccionismo de arte por gente perversa que hace fortunas abusando derechos, o la evasión fiscal con arte de mierda, burlas que la gestión cultural celebra o le dedica un silencio cómplice. Tú que sabes que el arte participa de todas las cosas sabes también que las galerías están llenas de transacciones discrecionales y recuerdas a la comisaria de anoche hablando todo el tiempo de inversión, inversión, contando ufana de su viaje a la Art Basel. Y eso pasa mientras al talento local lo obligan a prostituir su trabajo para pagar la renta y otras tantas miserias que se solucionarían con menos mezquindad y un poco más de voluntad política. Y qué pasará ahora que la cultura desde el Estado apuesta a lo chévere. Chévere es la ola de curadores al vapor que no investigan, no escriben, que no visitan los estudios de ninguna artista. En manos de cuáles archivos privados están los acervos documentales y quién está reescribiendo la historia del arte, quién, una sola persona no puede, no vas a salvar a nadie Dominic porque tú estás rodeada de todas estas contradicciones propias de tu clase. Es verdad que no puedes encajar a todos en el mismo costal y piensas en Paulina. Con ella conversas frecuentemente y te da un placer genuino compartir ideas y te convences otra vez que no quieres volver a irte y  vale la pena imaginar utopías aunque esa lucha despierta en ti numerosos conflictos, los privilegios de tu color de piel y los temores de las de tu género.

–¿Quién quiere un cafecito? –, ofrece Aurelina. Tu papá y tu tío lo prefieren negro y la tía lo pide con sobrecitos de Stevia. Tu mamá le dice a Aurelina que use las tazas que están en el gabinete y las cucharitas bronce de Casa Cuesta, y que no olvide el frasquito de cardamomo y los bastones de canela. Tienes la cabeza hecha un hervidero. Sólo estarás más tranquila cuando te sientes a escribir con la esperanza de que alguien en algún lugar te leerá por un poco más de cuatro minutos.

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